Luego de casi un año de cuarentena la gente comenzó a salir al exterior pero sin agruparse. Mientras tanto yo tenía que continuar aislado y mi mundo se limitaba a lo que podía ver desde la ventana. En ese tiempo mi amiga Carla comenzó a ir a la costa del río para ver el amanecer. Desde ahí me enviaba fotos y videos que fueron mi única conexión posible con el horizonte durante mucho tiempo.
Sin decirle nada empecé a hacer pequeñas pinturas sobre esos amaneceres. Ella no podía enterarse de mi plan secreto porque, si le contaba, probablemente sus ojos se habrían condicionado buscando un encuadre, una luz, un color en esas fotos que yo quería conservar como una liturgia cotidiana. Carla también es pintora así que de algún modo estos cuadros están hechos con mis manos y sus ojos.